1 mar 2014

Hay un chiste que me pone triste

Se trata de un chiste tan antiguo como mi vida. Lo escuché a los nueve años y lo sigo escuchando y leyendo -con variantes- en Internet. Es un chiste pavote, por no decir boludo, que le cuadra mejor. Lo cuentan y se ríen los niños y los adolescentes, o algún adulto inmaduro o idiota. La escena transcurre en el aula de una escuela cualquiera. Resulta que hay una maestra muy curiosa que pregunta a sus alumnos qué comieron en sus casas. Los alumnos indefectiblemente contestan milanesas, papas fritas, ensalada, carne al horno, pollo, bifes a caballo, arroz a la española. La lista varía según el conocimiento y la creatividad del contador de chistes. Al final siempre queda el mismo niño, pongámosle Juancito, quen invariablemente responde "mate cocido", lo que causa la burla, la mofa y la risa sarcástica y espantosamente cruel de toda la clase.

A Juancito siempre me lo imaginé chiquito, con pelo ensortijado, flacucho e inmensamente triste, como aquel pequeño lustrabotas salido de las manos brujas de Carlos Alonso. Muchas décadas y amarguras después se me hizo que Juancito también podía ser el niño proletario del genial Osvaldo Lamborghini.

Lo demás es conocido, Juancito le cuenta compungido a su mamá que los chicos se ríen cuando dice mate cocido. Pero tonto -le dice la mamá- la próxima vez decí que comiste milanesas. El final es a toda orquesta, grandioso, espectacular, si Freud hubiera conocido el chiste en vez de teorizar sobre el inconciente en una de esas se hacía revolucionario, vaya uno a saber.

Porque cuando la maestra, al mejor estilo Nelson Castro, serpientemente infiere "¿Así que comiste milanesas, cuántas, Juancito, cuántas?" "Dos tazas", contesta inocentemente Juancito, mientras dentro del chiste la clase se destornilla de risa, mientras fuera del chiste todos ríen a carcajada limpia. Ficción y realidad mofándose del pobre Juancito, del Juancito pobre. Todos menos yo, porque vaya uno a saber por qué, de mis ojos despuntan unas lágrimas pequeñas, tibiecitas, buchonas, que escondo y disimulo.

Porque hete aquí que en mi infancia conocí un pibe más o menos así.  Lo veía pasar arrastrando la pesadez de su sombra, tan flaco lo veían mis ojos. El pibe no era amigo ni vecino, solo lo ví pasar algunas veces por la vereda de enfrente. Sería el año 1959, el Juancito real y yo tendríamos ocho o nueve años. "Son peronistas", decían en el barrio, como decir son leprosos. Supe de él lo que decían otros. Que el padre era borracho, que la madre trabajaba de sirvienta y quizás de puta, que los hermanos mayores estaban todos presos, que no tenían ni para comer, que Juancito iba a la escuela con una taza de mate cocido en la panza.

Después nos mudamos y nunca más supe nada de aquel pibe. Dirán que uno es un estúpido sensiblero. Tal vez así sea, pero cada vez que tomo mate cocido me acuerdo de Juancito y el chiste. Y siento las mismas ganas de llorar, como cuando tenía nueve años.