1 sept 2017

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Cuando era chico en casa no había televisión y todavía no existía internet. El colmo de la tecnología, para un pibe de 10 años, era la radio portátil a transistores. Yo trabajada de cadete y pibe de los mandados y me había comprado mi propia radio. Jamás volví a sentir tanto salvaje orgullo, vanidad y alegría como por la propiedad de aquella radio chiquitita. Ni siquiera con la flamante laptop Lenovo con Windows 10 que me acaba de regalar mi novia eterna. En el pueblo chato donde vivía no había edificios altos, pero nos cubría un inmenso cielo infinitamente azul, donde de vez en cuando aparecía una estela recta, larga y blanquecina. Era "el comecuatro", un avión a chorro que, por supuesto, despertaba ardientes sueños de volar y de asaltar el cielo. Poco después, cuando ya no era tan pibe, la estela del avión, presagiando otras desgracias, desapareció para siempre del firmamento para anidar en la memoria. Y ahí se quedó durante 50 años, hasta que durante una larga charla con un exiliado, esas charlas mansas y melancólicas sin apuro de sábado a la tardecita con café, tabaco y un buen malbec, el comecuatro aterrizó de golpe en el presente. Resulta que el amigo, que hace 40 años vive en Suecia pero de vez en cuando cae por Buenos Aires, también había pasado la infancia en un pueblo de llanura, y también había avistado con ojos de asombro al comecuatro. Ahí me enteré que no era "comecuatro" sino Comet 4, un avión inglés a propulsión con motores Roll Royce que volaba a 12.000 metros de altura que apareció hacia fines de los 50 y reinó durante toda la década del 60. Aerolíneas Argentinas compró varios, uno fue secuestrado en 1970 en Miami para dirigirlo a Cuba. Era un avión moderno, seguro y prestigioso, hasta que a principios de los 70 se produjeron casi simultáneamente una serie de mortales accidentes alrededor del mundo, y entonces el Comet 4 dejó de fabricarse y de volar, Aerolíneas vendió los últimos en 1972. Claro, todo esto lo aprendí en parte de mi amigo y en parte de Google, el sabihondo laborioso.

Deduje que el Comet 4 y aquellos irresistibles sueños de volar podían ser una fabulosa y terrible parábola de nuestra generación diezmada, al decir de Néstor.

Disculpen la tristeza, pero siempre dije que si tuviera la mágica oportunidad de volver a nacer, no haría como dicen los jactanciosos que se regodean con la respuesta típica "haría lo mismo que hice". Yo haría todo, pero todo, todito, totalmente distinto, sin dudarlo un instante. Por empezar no hubiera ganado aquellla maldita carrera de espermatozoides que me trajo a la vida... no lo tomen en serio, es un chiste estúpido que siempre regresa en esta fecha. Porque hoy hace exactamente 66 años que vine al mundo a los ocho meses bajo la luz de Virgo, durante una espeluznante tormenta de Santa Rosa. Como Marcial, el de Cafetín de Buenos Aires, aún creo, aún espero. Aunque esté jubilado y en camino, eso sí, desganado y sin apuro, al cementerio de elefantes. Tal vez como Marcial aún creo y espero porque hay seres que merecen amor, porque hay libros para descubrir, películas para ver, semillas preñadas de colores que esperan florecer para alabar el maravilloso prodigio de vivir. Pero, lástima, ningún venturoso comecuatro dibuja una estela en un cielo profundamente azul, ni despierta ardorosos sueños de volar, en un país de cielos grises donde reinan y bailan muy orondos ceos, ricachones egoístas, gatos dañinos y mucha, muchísima gente de mierda. Por ahora.

Y Santiago Maldonado sin aparecer.

1 de septiembre (con p) de 2017.