
Imagino el paraíso como un lugar asquerosamente limpio y prolijito, señalizado con carteles cursis llenos de obviedades y lugares comunes en horrorosos colores fluorescentes: "Sé tú mismo", "Encuentra la paz interior" o "Anímate a ser feliz".
Imagino el paraíso como una inmensa nube rósea, donde revolotean cándidos angelotes regordetes con cara de nabo, haciendo mohínes y provechitos, mientras en el horizonte se divisa el inmenso y preclaro Ojo de Dios, que todo lo abarca, que todo lo sabe, que todo lo tiene fichado, como un eficaz y aceitado servicio de inteligencia.
Imagino el paraíso con música de Abba o de ignotos y aburridos coros parroquiales, sin tango, sin rock ni menos que menos boleros pegadizos a media luz.
Imagino el paraíso donde están prohibidas las comisiones internas, el erotismo, las discusiones políticas, el pensamiento crítico, los besos de lengua, el vino patero y el asado con cuero.
Imagino el paraíso donde lo más excitante y entretenido son los sermones de Bergoglio y las bendiciones Urbi et Orbi de Joseph Ratzinger, alias Benedicto XVI.
Definitivamente me quedo con el infierno.