8 ene 2013

La sangre derramada


La escena es una esquina de Monserrat, a la nochecita de un enero ardiente. Las pilas de bolsas de basura y los containers relucientes que puso Macri, desbordantes y hediondos, se suceden como una carcajada del destino tercermundista para los porteños que deliran ser Europa. Un carro de cartonero como tantos, un muchacho de unos veintipico de años sin remera, un niño de unos nueve o diez, con ojotas y en cuero. Ambos destrozan las bolsas, separan cartones, papeles, plásticos, el calor es insoportable, el olor también. De pronto el chico lanza un alarido y retira la mano ensangrentada de una bolsa negra. La escena conmueve, el muchacho corre hacia el niño que no para de llorar, lo abraza y le dice "¡hijo mío!" La frase me pegó, porque es raro que alguien se dirija a su hijo con estas palabras, más acordes a la literatura de hace tiempo que a la vida real. Me acerco a ellos y pregunto idiotamente qué pasó: Nada, alguna lata, siempre pasa, me contesta sin ganas el papá, mientras trata de conformar al chico, cuya sangre chorrea como de una canilla. Esperate acá, le digo, y salgo corriendo a una farmacia que hay a dos cuadras, pero hay tanta gente que desisto hacer la cola y corro hasta mi casa, otras dos cuadras, tres pisos por escalera, subo y bajo con agua oxigenada, unas gasas, un frasquito de desinfectante. Cuando llego a la esquina ya no está el carro, ni el padre ni el chico. Solo un charquito de sangre en el asfalto caliente, sangre de niño que pronto tapará el polvo y luego limpiará la lluvia. Entonces no quedará más que mi vergüenza, hasta las lágrimas de este viejo choto no resistirán el paso de los días. Me sentí tan pelotudo, tan boy scout fracasado, con mi paquetito de gasas en la mano, mi botellita de agua oxigenada y mi merthiolate, mis propiedades, mis cositas privadas, lo único que podía ofrecer, y ni siquiera esa buena acción pude hacer. Lo hablé con un amigo, tratando inútilmente de disimular la angustia, me dijo irónicamente que pobres habrá siempre, que ya lo dice la Biblia y la rata de Anillaco, lo recordé, y también aquello de la tristeza de los niños ricos, y aquello de la mano invisible del mercado, que es mentira que puede llegar y conformar a todos, y tampoco la mano del Estado, dice mi amigo, por más que haga bien las cosas, es infalible, es imposible abarcarlo todo, siempre habrá recovecos, seres a los que nunca alcanzará ninguna ayuda ni ningún plan social. Tenés razón, le digo, entre trago y trago de un buen vinito fresco, la culpa es del capitalismo, en Cuba no hay chicos de la calle, le tiro como quien no quiere la cosa, pero está lleno de putas, me contesta más rápido que bombero, es que mi amigo si no la gana la empata, es medio gorila pero buen tipo. Tenés razón le digo, y al final coincidimos en que la verdadera culpa la tiene la naturaleza humana. Sí señor, como especie somos un desastre, egoístas, malvados, indolentes, nos conformamos mientras bajamos la segunda botella con una picadita completa y unas aceitunas negras de no creer. Después vuelvo a casa, y tengo que pasar inevitablemente por la esquina de los cartoneros. Miro al cielo, está por llover, ojalá llueva pronto me digo, ojalá llueva antes de llegar a la esquina, ojalá que diluvie, ojala que se inunde todo, así por lo menos se lava esta ciudad asquerosa y mugrienta y se lleva toda esta basura de mierda y este olor a podrido que pica en las narices y esta sangre inocente que me duele en el alma.

Horacio Sacco, 8 de enero, con 34 grados.