17 mar 2011

Carlitos

-¿Cuánto tiempo pasó Horacio, 30, 35?
-Más Carlitos, pasaron más de 40 años, tendríamos siete, ocho años y ahora yo tengo cincuenta y cinco, ¿y vos?
-54, los cumplí en febrero.
-Así que un almacén, ¡pero qué bien!, ¿camina?
-Más o menos, el barrio no dá para mucho, ¿te acordás Horacio cuando éramos pibes, del Laucha, del Cholo? ¡qué lindo era aquel barrio!

La cosa venía para largo pero yo no tenía ni el tiempo ni el ánimo necesario. Volvía a Buenos Aires después de un viaje relámpago a un pueblo vaciado de ternura debido a la irremediable enfermedad de mi vieja: la vejez. Una vejez mezquina de recuerdos y repleta de psicofármacos, pañales descartables y olvidos.

Carlitos era un as para la tapadita con las figuritas y tenía bastante puntería con la honda, allá hacia fines de los cincuenta, en un pueblo dormido a la sombra de gigantescos y olorosos eucaliptus en la llanura bonaerense, mullidos en una infancia de fusiladores y frondizis que habitan la enorme radio de madera barnizada que estaba en la cocina, pero para nosotros existía solo el montecito de acacias, barriletes, ciruelos en flor, bolitas lecheras, bicicletas, pilas de patoruzitos, la bulliciosa estación de trenes que levantó el sorete de Menem y un cielo limpio de infinitas estrellas. Eramos compinches, compañeros de juegos, evasores de siestas, avezados buscadores de moras y eximios cazadores de ranas. No había necesidad de palabras entre nosotros. Sabíamos certeramente si era buen momento para robar naranjas, hacer un cabeza con pelota de goma, cazar palomas monteras o volver a casa a tomar la leche.

Pero el tiempo es terrible. Jamás hubiera imaginado que Carlitos, que soñaba conocer el mundo, iba a terminar al frente de un pequeño y magro almacén con latas de tomates en oferta. Lo hubiera imaginado con cierta naturalidad como agente secreto a lomo de camello en el desierto de Gobi; botánico prestigioso a la sombra de un gigantesco bao-bao en la isla de Madagascar o quizás guerrillero camuflado de vendedor de baratijas en una calle ruidosa de Bombay. Tal era su afán -nuestro afán- de correrías y aventuras.

-Te acordás cuando queríamos recorrer el mundo en un auto Ford?
-Sí -le respondí- lo contábamos en la murga del corsito de la tarde: "Con cuatro fierros locos hicimos un auto Ford, recorrimos todo el mundo sin rueda y sin motor, pasamos por el corso tirando serpentina, y ahora que nos vamos queremos la propina"

-¡Cómo te acordás! Y vos a qué te dedicás Horacio?

Me habría gustado decirle que trabajo para una importante petrolera internacional, vengo de las heladas nieves de Alaska y me voy a las sofocantes arenas del Sudán, es tremendo Carlitos, no hay salud que aguante, pero así es mi vida. O que me dedico a la búsqueda científica de vida extraterrestre, no digás nada, pero trabajo en secreto para la Nasa. O que soy egiptólogo y me llamaron urgente desde El Cairo porque descubrieron unos jeroglíficos rarísimos que solo yo puedo descifrar. O que soy cantor de tangos en fondas de mala muerte donde me pagan con un plato de comida. O al menos que laburo de guardaparque en la Patagonia o adivino la suerte con una cotorrita encantadora en Plaza Once. Pero no, me pareció muy pelotudo, solo atiné a decirle con la timidez que me caracterizó toda la vida:

-Trabajo en un hospital, soy psicólogo.
-Mi mujer estudió igual que vos, a ella le gusta mucho leer libros -dijo.
-¿Qué hace tu mujer?
-Es enfermera.
-Si los ves al Laucha o al Cholo mandales saludos.
-El Laucha era cana y lo mataron, el Cholo está en Neuquén, trabaja en una inmobiliaria, a veces viene por acá.
-Chau Carlitos, se me va el micro de las ocho y veinte.