29 mar 2011

Hoy me sentí un hijo de puta


Venía en el 60, de Belgrano a Congreso. Ya se sabe, es un colectivo bárbaro, aunque algunos que nunca faltan lo critiquen airadamente y digan cosas irreproducibles en las mesas de café, en la entrada de la cancha o en las crispadas colas de las paradas. Digan lo que digan viene uno atrás de otro, están bastante limpios y cuando el tránsito lo permite van a los santos pedos. El único problema es cuando viene lleno.

Venía sentado por el medio, en el asiento del pasillo. Al lado mío había una señora leyendo. Bah, una vieja, quizás algo mayorcita que mis cincuenta largos, bastante largos. He llegado a esa etapa de la vida en que uno se reconoce sin tapujos viejo verde que no quiere desprenderse de la maña de mirar mujeres. Bah, mujeres no, chicas. Es que a cierta edad las jovenes se vuelven cada vez más apetecibles. Tal vez, seguramente, por ser imposibles para uno. Todo el mundo sabe que lo imposible acrecienta el deseo al infinito. La imposibilidad empuja al objeto del deseo a un horizonte cada vez más lejano, pero allí mora a sus anchas el único y último recurso que ya nadie puede arrebatarnos, al menos mientras podamos ver: la contemplación. Es curioso, pero los bebés recién nacidos practican ese pasatiempo, mirar, contemplar, una manera de beberse el mundo, de atrapar las cosas, aunque no se sepa bien qué son ni para qué sirven. Curioso, el comienzo y el final siempre van de la mano.

Ella era hermosa, bellísima. Apenas pude verla, pese a mi corta vista, como un sol amanecido entre una revoltijo de cuerpos en desórden, tratando de ganar algún lugarcito en el pasillo. El partido autoritario de los colectiveros, en campaña permanente, repite con voz de trueno hasta el cansancio el clásico y conocido eslógan: en el fondo hay lugar. Puedo dar fe por mi larga trayectoria como fiel pasajero que es una mentira amañada y aberrante. Creo que existe una especie de confabulación colectiva de los colectiveros -perdón por la redundancia y la cacofonía- para engatusar a los crédulos pasajeros. Tal vez lo hacen para demostrar su omnímodo y corrupto poder, vaya uno a saber.

Decía que era bella, pero como en el fondo no había lugar se quedó pegada a la máquina de sacar boleto. Entre la multitud apenas podía ver su cabeza de espaldas. Si me disculpan el lugar común destacaba como un lirio blanco y puro en medio del barro fétido y oscuro. O será que la quise ver así, andá a saber. Le ví fugazmente el pelo, lacio, largo, descendiendo como cascada dorada y chispeante sobre sus hombros. Ví en un desliz unos dulces ojos almendrados, apenitas, como en una escena rapidísima de videoclip, cuando giró un poquito la cabeza. Ví la piel traslúcida y turgente de su cuello larguísimo y perfecto. Se me dió que cerquita debía oler como a jazmín, o a madreselva, no sé por qué. Me ví a mí mismo como animal en celo acorralado, atrapado y abombado por un tsunami de belleza sin fin. Ahogado en un espasmo de erotismo que se veía venir a paso redoblado. Prisionero de sus ojos imaginados, apresado en la turbulencia de las ganas insaciables de ver, de verla. Imaginarla en otro espacio electrizaba el aire que me rodeaba. La vieja de al lado me miró de soslayo, preocupada, como si adivinara y no aprobara mi fuego interior. Quizás fue mejor así, no verla entera. La mirada erótica no es mirar lo obvio y pornográfico de una media res colgada de un gancho, sino vislumbrar la mezquina partecita que sugiere con voz susurrante que todo lo que nos falta ver será tan maravilloso como seamos capaces de imaginarlo.

Eso, todo lo demás, ya se sabe, está hecho con la argamasa de la fantasía. Lo que se escamotea a la mirada resplandece como una hoguera en la pradera de la imaginación. Armamos nuestro objeto de deseo con la materia inasible y lejana del anhelo de lo que nunca fue. De lo que nunca será.

¡Ah, sin embargo!

Ella pudo al fin zafar del apelotamiento de gente que la rodeaba, y se acercaba a mí. Hubiera dado un brazo si tan solo pudiera decirle empalagosamente a sus oídos con la impudicia de Marlon Brando a Romy Schneider en El último tango en París: Sos-la-mujer-más-hermosa-del-mundo. Un brazo para tenerla quince minutos para mí solo. Es curioso el tema de la posesión cuando arde el amor. O cuando arde el deseo. Siempre me pareció genial aquello de Groucho Marx: ¿Por qué dicen amor cuando quieren decir sexo? Hubiera dado también el otro brazo si tan solo pudiera rozar su pelo con mis labios, ya que a esta altura, recuérdese, carecería de brazos. O simplemente, vestida de blanco como un ángel, acariciarla solo con la mirada, de la puntita del dedito chiquito del pie hasta la nuca. Es curioso como el amor, o la calentura, lo vuelve pelotudo a uno, y empieza a decir cursilerías atiborradas de diminutivos. Podría tardar siglos en recorrerla con los ojos. O, ya que estamos, también sería bueno contemplarla desnudita bajo la luz de una luna de abril en Portugal, como aquella remotísima canción. Y que nadie más que yo pudiera verla. Ni siquiera la había visto entera y me carcomían los celos.

Ella al final hizo un zigzag entre la gente, se acercó como pudo y para mi asombro y deleite se paró justo al lado mío. Yo ardía, pero bajo ningún concepto iba a levantar la cabeza y mirarla directamente a los ojos, que intuía diáfanos y adorables. Iba a ser muy evidente, eso lo dejaba para el postre, antes de bajar. Apoyó su mano pequeña en el pasamanos. De refilón pude ver una pollera azul marino hasta las rodillas, unos zapatones negros sin lustrar y medias tres cuartos. Su mano, con las uñas comidas, olía salvajemente a mandarinas.

¡Una mujer adulta con todas las letras debe oler a perfume francés, a jabón de tocador o a nada, jamás a mandarinas, viejo choto con vocación de pedófilo!, me gritó severamente el Superyó, que estaba haciendo horas extras en mi teatro interior, mientras me zamarreaba con suprema violencia. Y esta vez tenía razón. Ella era apenas una niña, crecidita eso sí, pero una niña que come mandarinas por la calle.

Me sentí tan, pero tan viejo verde hijo de puta que no pude soportar el peso de mi propia vergüenza. Podría achacarle la culpa al 60 que venía repleto y a mis ojos gastados. Pero no. Me levanté para que la mocosa, que podría ser no solo mi hija sino también mi nieta, se sentara. Ni siquiera atiné a mirar sus ojos. Me fui con la cabeza gacha como perro avergonzado que rompió el jarrón y se raja a esconderse con la cola entre las patas.

En el fondo, efectivamente, había lugar.

Marzo 2011