2 sept 2020

Hace 69 años y ocho meses gané una carrera increíble

 Ese día, ocho meses antes de nacer, hubo una competencia donde salí primero entre millones y millones de espermatozoides. Fue grandioso, impresionante, fantástico, extraordinario. Pesimista desde la panza de la vieja hasta el cajón, al principio dudaba, pero al final llegué primero y me consagré campeón, es decir fui procreado. Fue la única vez que gané algo importante. A veces pienso si yo, que soy un desastre, gané aquella carrera, cómo serían los que perdieron!!!

El premio fue el don de la vida, así que estuve lo más pancho nadando a pata ancha feliz y contento durante ocho meses (ni siete ni nueve, ocho), hasta que salí a este mundo cruel bajo la luz de Virgo. De eso hace exactamente hoy 69 años. Gracias vieja, gracias viejo. Me esperaban unos padres fenómenos, tres hermanos más grandes, un pueblo de llanura, y Perón era presidente. Nací un sábado nublado, el diario Clarín costaba 20 centavos y Evita renunciaba a la candidatura a la vicepresidencia. Como buen virginiano soy racionalista y materialista al mango, no me vengan con dioses, otras vidas, buena suerte, magias, karmas ni destinos.

Siempre digo lo mismo cada cumpleaños: Si por un acto prodigioso pudiera volver a empezar haría todo diferente. Corregiría los disparatados errores, esquivaría las insensatas decisiones y evitaría las elecciones de mierda; no gastaría pólvora en chimangos ni alentaría frágiles ilusiones, esas que, como burbujas de champán, mueren al nacer.

Hay más. Existe un verbo que usan casi unicamente los freudianos: procrastinar, que significa aplazar, dejar para mañana, posponer. Como intentar tres veces leer el Ulises de Joyce, la Divina Comedia del Dante o En busca del tiempo perdido de Proust. Fracasé con todo éxito, me iré de este mundo sin terminar ninguna de esas que, dicen, son obras magistrales, que por la pereza o indisciplina me resultaron densas y pesadas. En cambio leí boludeces superficiales y livianas fácilmente olvidables, hasta un libro de autoayuda berreta que me pasó una mina que conocí en La Giralda un sábado lluvioso y tristón, entre un intercambio de monólogos, soledades y fracasos. Para colmo no pasó nada.  

Y ojalá fueran solo libros lo que dejé para un mañana que nunca amaneció. Pero no todo salió mal, están los hijos, los nietos, las mujeres alguna vez amadas, la memoria, los amigos de fierro y los que ya no están, los compañeros, la militancia, estudiar en la UBA, anotar en la libretita invisible del alma las cosas que me gustan: la pizza de Güerrín, el amor en abril, ver crecer las plantas con esas ganas tremendas de alcanzar el cielo y florecer, compartir buena musica y buen cine, la solidaridad de los perdedores del sistema, acariciar un gato callejero, escribir sin pretensiones literarias, escuchar en silencio más que hablar a los gritos, un buen Malbec en buena companía, el queso roquefort, que me resisto a llamar azul, igual que escribir septiembre y psicología sin p, qué se yo, mirar de madrugada la llovizna sobre el empedrado desparejo de San Telmo desde la penumbra de un desangelado bar, con una caña a medio terminar, mientras suena a lo lejos la voz áspera y fatal del Polaco: "No ves que vengo de un país, que está de olvido siempre gris..."

En fin, llegar a los 69 en medio de esta pandemia de espanto, lejos de los seres amados, hasta el gato se tomó el raje hace unos meses, esto es para mi iniciar el viajecito imaginario al cementerio de elefantes, que espero quede lejos, muy lejos. No porque le tenga miedo a la muerte (un poquito sí), sino por un amor desmesurado hacia la vida.

1 de septiembre de 2020.